Ese día no era como cualquier día. Él se levantaba, se purificaba y dejaba sus vestiduras seculares para ponerse las santas vestiduras de lino (Levítico 16:4). Se acercaba al altar y ofrecía dos sacrificios, el primero por sus propios pecados y el segundo, por los de todo el pueblo. Él también sabía que, para hacer esa tarea, la santidad no era optativa y para ella debía cumplir con ciertas leyes dadas por Dios. Al cumplir con lo pedido, el perdón de Dios se hacía manifiesto en la propia vida del sacerdote y la de todo el pueblo.
Pero, en el plan de Dios, hubo un sacerdote que cambió el curso de toda la historia. Toda su vida fue un milagro, desde el anuncio de su venida hasta su partida. Sus vestiduras, fueron un par de sandalias de carpintero y una túnica humilde. No fue necesario que ofreciera sacrificios por sí mismo, porque siendo el mismo Dios traspasó los cielos para constituirse en un Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez y para siempre, ofreciéndose a sí mismo (Hebreos 7: 26-28). Y desde el momento en que pusimos nuestra fe en él, en nuestro Señor, sigue intercediendo por cada una de nosotras.
Este Sumo Sacerdote está presente en cada situación, y aun allí, cuando nuestra fe es probada, las lágrimas nos inundan y nuestra debilidad se hace presente en nuestra vida, él se compadece, porque nos entiende y ve nuestro angustiado corazón. Y gracias a su obra preciosa, podemos acercarnos confiadamente al trono de la gracia de Dios, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro (Hebreos 4:16). ¿Cuál es el secreto? La palabra «poder»; porque antes no podíamos acercarnos debido a nuestro corazón pecaminoso, pero hoy, por medio del Sacerdocio de Cristo y nuestra fe puesta en él, lo podemos hacer. ¿Qué estás esperando? Ve y acércate.