Habían estado con Jesús todo el día escuchándolo enseñar a multitudes. Se hacía de noche y el Señor les dijo: “Crucemos al otro lado del lago” (Mrc. 4, v. 35). Disfrutaban de una tranquila y silenciosa navegación. Jesús agarró una almohada y se fue a dormir en la punta de la barca. De repente una gran tormenta se desató en el medio del mar. Había otras barcas cerca. Los vientos eran tan fuertes y las olas tan altas que creyeron hundirse. Los discípulos despertaron a Jesús con un grito desesperado: “¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?” (v. 38).
¿Te has sentido así alguna vez? ¿Experimentaste en tu corazón tal turbulencia que creíste que te ahogabas? Podemos atravesar tormentas intensas o pequeños chaparrones, el tamaño del problema depende de nuestra perspectiva. El caso es que, a menudo, al igual que los discípulos necesitamos desesperadamente de la paz que sólo Dios nos puede dar.
Isaías profetiza sobre el niño que vendría, el Hijo de Dios, y lo llama “Príncipe de Paz”. Príncipe, según el diccionario, es el “hijo del rey que es heredero de la corona”. El príncipe dispone de los bienes del padre. Jesús, nuestro Príncipe de paz dijo en Juan 14:27 (NTV) “Les dejo un regalo: paz en la mente y en el corazón. Y la paz que yo doy es un regalo que el mundo no puede dar. Así que no se angustien ni tengan miedo.”
Los discípulos estaban al lado del dador de la paz pero sus corazones estaban repletos de miedo. Fue entonces que Jesús le habló al viento y a las olas: “¡Silencio! ¡Cálmense!” (v. 39). Inmediatamente la naturaleza obedeció y hubo completa paz.
Jesús nos ofrece la paz de Dios, esa que sobrepasa todo entendimiento. Pero es cuestión de fe. El Señor les dijo a sus amigos: “¿Por qué tienen miedo? ¿Todavía no tienen fe?”. Isaías 26:3 y Fil. 4:6-7 nos anima a ir al Señor y permanecer en él, y como resultado su paz guardará nuestra mente y corazón. Algunos sinónimos de » guardar» son: defender, cuidar, custodiar, vigilar, velar, atender, esconder, asegurar, conservar. Eso puede hacer la paz de Dios en nuestra mente y corazón si tan sólo creemos y descansamos en el Príncipe de paz. ¡Qué, como el viento y las olas al escuchar a Jesús, tu corazón reciba su paz!