Desenmascarando la autosuficiencia

Socialmente vivimos bajo el discurso del “empoderamiento”, “la libertad de expresión y acción”, impulsadas a mostrar que podemos con todo, que cuanto más resueltas y decididas seamos mejor, que cuánto menos consejo pidamos más demostramos lo capaces e independientes que podemos ser; que es signo de debilidad pedir ayuda, depender de alguien. Aún se nos incita a seguir el deseo de nuestro corazón y hasta llegamos a naturalizarlo, olvidando lo que la Palabra de Dios dice, que nuestro corazón es engañoso y perverso.

Nos introducimos también en la vorágine del saber más, y si bien es muy importante estar instruidas, aprender cosas nuevas, capacitarse, tener una profesión y actualizarse, debemos cuidar de no caer en el error de creer que todos nuestros logros son netamente por nuestro esfuerzo. Cuando nos creemos autosuficientes ofendemos a Dios. La autosuficiencia hace que nuestra pared esté llena de diplomas, pero nuestro corazón vacío; que nuestro cuerpo vista la mejor ropa, pero que nuestra alma esté desnuda, hace que seamos astutas, pero carentes de sabiduría, hace que aparentemos riqueza cuando en realidad nuestra condición es indigente.

La autosuficiencia es compañera del orgullo, pero la Palabra de Dios dice que debemos poner nuestra confianza en Dios, “fíate de Jehová de todo tu corazón y no te apoyes en tu propia prudencia, reconócelo en todos tus caminos y él enderezará tus veredas” (Prov. 3:5 y 6)

El creer que todo lo podemos hace pesado nuestro yugo, cargamos con un peso que Dios no quiere que llevemos, nos sentimos presionadas a no cometer errores, buscamos la aprobación del hombre, nos cargamos con nuestras responsabilidades y con las que no nos corresponden también pensando que nadie hace las cosas mejor que nosotras…y lo único que logramos es quedarnos solas, agotadas y sin corona… porque todo fue madera, heno y hojarasca. Y como si esto fuera poco, conseguimos que Él nos mire de lejos:

Porque Jehová es excelso, y atiende al humilde; más al altivo mira de lejos” (Salmos 138:6)

Si hacemos un torbellino de ideas, y así sin pensar demasiado, cuántas cosas dañinas se desprenden de la autosuficiencia: orgullo, miedo, altivez, arrogancia, agotamiento, soledad, inestabilidad, vanidad, jactancia… y a vos ¿cuáles se te ocurrieron?

Pero en este panorama gris, la niebla se disipa a la luz de la Palabra de Dios, donde encontramos lo que el dador de la vida, aquel que nos redimió, aquel que nos anhela celosamente, demanda de nosotras: 

“Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.” (Juan 15:5)

Que paz me da pensar que, en Él, puedo llevar mucho fruto; fruto que le honre y le glorifique. No necesitamos nada más que a Él.

No sé en qué etapa de tu vida te encuentras. Seguramente estás enfrentando desafíos, animada o tal vez ya andas con pocas fuerzas y creyendo que no llegas a mitad de año, como me encontraba yo hace un par de semanas, agotada, bajando la mirada de mi Señor y empezando a atender a la voz del enemigo diciéndome: “esto es demasiado para vos”, “no estás capacitada”, etc.  Pero Dios me habló una vez más a través de Su Palabra, tan viva y eficaz, tan llena de poder, diciéndome en dos versículos: “no que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios.” (2 Corintios 3:5) “y me ha dicho, bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2° Corintios 12:9). Fue volver a las bases, recordar que nunca soy yo, sino Dios a través de mí.

Siempre disfruté mucho de los cuentos y las historias con moraleja, y uso mucho este recurso literario en mi profesión, por eso quiero compartirte uno. Cuenta la historia que un burrito llegó a su casa, pomposo de orgullo presumiendo lo que le había ocurrido. ¡Mamá, mamá! ¡No sabes lo que acaba de ocurrirme! Hoy cargue sobre mis espaldas a un tal Jesús y cuando entramos a Jerusalén todos me decían: ¡viva, viva! bendecido, bienvenido, ¡te amamos! Me ponían palmas de alfombra y me tiraban flores. Su madre lo escuchaba con atención y le dijo: vuelve a la ciudad, pero esta vez no cargues a nadie. Al día siguiente, el burrito fue a la ciudad, y al regresar a su casa, se puso a llorar desconsolado y le dijo a su mamá: ¡no puede ser mamá! nadie me reconocía, pasé desapercibido entre las personas, ¡me echaron de la ciudad! Su mamá lo miró con ternura y le dijo: hijo, tu sin Jesús, eres solo un burrito. De cuántas decepciones nos libraríamos si tan solo reconociéramos que sin Él no somos nada y nada podemos hacer. Que privilegiada me siento al saber que el Rey de Reyes y Señor de Señores, el creador y sustentador de todas las cosas, habita en mí. Me capacita, me instruye, me habla, me consuela, me desafía, me fortalece, me anima, me usa para Su gloria y honra.

¿Con cuánta libertad se manifiesta Dios en tu vida? ¿Se lo permites o sigues pensando que tus formas, tus planes, tu capacidad es suficiente? Te animo a que puedas buscar en tu Biblia versículos que te ayuden reconocer que separados de Él nada podemos hacer.

Espero que esta reflexión pueda ser de bendición como lo fue para mí.

Síguenos o comparte en:

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *