Desde mi conversión siempre he tenido la seguridad del amor de Dios. Es una promesa que siempre me ha acompañado, sobre todo con los versículos de Romanos 8:38-39, tan conocidos. Fueron mis favoritos durante muchos años. Siendo una niña y luego una adolescente bastante tranquila, no me costaba demasiado creer que Dios podía amarme y perdonarme porque no había hecho nada grave. Fue este orgullo que me impidió ver mis pecados hasta el día en que Dios quitó el velo del orgullo de mis ojos y me hizo dar cuenta de mi pecaminosidad.
Luego, con el paso de los años, cuanto más conocía a mi Señor, Su Santidad, más me daba cuenta de mis pecados. Y cuando me casé continuó. Claro, no sé si se dieron cuenta, pero el círculo familiar es el lugar donde somos más probados en nuestro carácter. Es allí donde el fuego de Dios quiere purificar todo lo que no le agrada, usando a las personas más cercanas. El matrimonio empezó a ser mi mayor escuela espiritual y, después, cuando pensé que había aprendido, me convertí en madre; y allí ni hablemos. Mis hijos me pusieron cada día más frente a mi carne. Y era otra ocasión de ir a Dios, pedir perdón y ayuda por esta tarea demasiado grande para mí. La iglesia o el ministerio, las relaciones con las personas, son otra oportunidad para depender del amor de Dios como quizás lo es para vos también.
Cada día me doy cuenta de que soy incapaz de complacer a Dios constantemente. Es imposible que nunca caiga, que nunca ofenda a nadie, que nunca me equivoque como madre, esposa o sierva de Dios. Mi debilidad, mi pecado es visible cada día. Es ahí donde debo recordar el amor incondicional de mi Padre celestial. ¡Qué maravillosa promesa! La de saber que Dios me ama incondicionalmente. Saber que Dios nunca dejará de amarme, de acompañarme, de apoyarme, incluso cuando caiga. Está ahí, siempre dispuesto a recogerme. Me encanta saber que incluso las tormentas de mi vida, las aguas o el fuego que surgen, sólo están ahí por su mano bondadosa y soberana:
«Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti.»
Isaías 43:1-2.
No tengo nada que temer porque Él está conmigo. No tienes nada que temer porque Él siempre está contigo. Si eres su hija, tienes asegurado su amor. Incluso cuando te sientas incapaz de hacer lo que te pide. Dios no espera de nosotras la perfección. Él quiere un corazón dispuesto, y humilde
«Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.»
Isaías 66:2.
Él quiere que reconozcamos que no podemos nada sin Él, y que nos humillemos delante de Él reconociendo nuestra incapacidad; porque nuestra capacidad proviene de Él y nadie más (2 Corintios 3:5). Cuando te sentís incapaz, Dios no te pide que lo hagas sola, al contrario, Él sólo quiere que acudas a él y le pidas Su sabiduría (Santiago 1:5).
Esta promesa, que he amado desde mi conversión y que tanto necesitaba como hija caída de Dios, volvió a ser una promesa que Dios susurró a mi oído otra vez estos últimos años. Quizás es porque no la recordaba tanto que tuvo que volver a ponerme en una situación demasiado alta para mí, para que una vez caída, levantara la mirada diciendo ¿Quién soy yo para que me ames tanto? ¡Nadie! sino solo la hija tuya que salvaste por tu amor. Esa promesa necesito recordarla todos los días y más cuando tengo más responsabilidades. Esta esposa imperfecta, mamá imperfecta, sierva imperfecta, necesita tanto la gracia de Dios cada día. Y cómo me tranquiliza saber que puedo contar con este amor lleno de gracia. Esta gracia es abundante e incluso sobreabundante (Romanos 5:20).
Como joven, como hija de Dios, como sierva, puedes caer a veces; y eso es normal porque todavía no estamos glorificadas. Pero recuerda que sólo nuestro Señor es perfecto y que en su gracia sólo espera que nos presentemos humildemente ante Él en dependencia, reconociendo nuestras faltas y confiando en Él para todas las cosas; las pequeñas y las grandes. Nada de lo que hagamos podemos hacerlo sin él (Juan 15:5). Su amor nunca deja de estar presente y no hay nada que podamos hacer que nos haga ser menos o más amadas por Dios. Su amor perfecto ya ha sido probado en la cruz ¿Qué más podemos pedir?
Cuando este mundo te quiere hacer creer que tu valor está en lo que realizas, o en quién eres, recuerda que, en sí, no somos nada y nada de lo que podamos hacer puede darnos más valor que el que Cristo nos dio muriendo por nosotras. Qué increíble pensar que no lo merecemos y que aun así fuimos los recipientes de su amor tan grande. Y como si eso no fuera suficiente, siguió demostrándonos su amor cada día. Quizás necesitamos recordar más las muestras de su amor en nuestra vida diaria. Cuenta cada bendición que tienes y verás el amor de Dios en forma práctica. Pero todo esto es pura gracia, ya con la cruz era más que suficiente ver su amor en acción. Como Padre, cada día está dispuesto a correr hacia nosotras para abrazarnos, como en la parábola del hijo pródigo, y tenemos la seguridad de que su amor es hasta el cielo; dónde está y nos está preparando un lugar ¡porque nos ama!
Ahora, este amor incondicional solo nos puede llenar de gratitud, de adoración. ¿Cuándo fue la última vez que te paraste a considerar este amor inmenso, para adorar de corazón? ¿Cuántas veces se te llenan los ojos de lágrimas al considerar tanto amor? Jesús dijo,
«Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; más aquel a quien se le perdona poco, poco ama»
Lucas 7:47.
El tema está cuando creemos que se nos ha perdonado poco a pesar de que la deuda nuestra era tan grande y, en realidad, la deuda seguiría creciendo si no fuera por su gracia. Cada día Dios sigue borrando nuestros pecados con su sangre amada. Y si Dios nos amó tanto, ¿cómo no vamos a repartir este amor? «…de gracia recibisteis, dad de gracia» (Mateo 10:18) Nos toca difundir este amor a nuestro alrededor sin esperar nada a cambio, como lo hizo nuestro Salvador.
La oración de Pablo la hago propia y espero que todas podamos decir, «Señor que podamos conocer la anchura, la longitud, la profundidad y la altura de tu amor (Efesios 3:16-19) y solo conociéndolo realmente adoraremos de verdad, y amaremos de verdad. Que tu amor Señor nos llene tanto que rebalse alrededor nuestro, con nuestra familia más cercana, pero también con los hermanos en la fe, y este mundo que tanto necesita conocer de tu amor en forma práctica, y no de palabras solamente.»